SEGUNDONES DE LUJO
CUTHBERT COLLINGWOOD
A lo largo de esta serie de reseñas históricas, que con el presente artículo damos por completada, hemos visto las biografías de hombres cuya valía y fama se vieron oscurecidas por el simple hecho de haber compartido una determinada acción o aventura con otra figura que, por una u otra razón, les eclipsó. En el caso de nuestro personaje de hoy, dicho eclipse se extiende más allá, a toda la carrera de un marino que, aparentemente, nació demasiado pronto o demasiado tarde.
Cuthbert Collingwood, de haber venido a este mundo en los años veinte o treinta del siglo XVIII, seguramente hubiese alcanzado similares honores en la Royal Navy británica que Richard Howe o John Jervis, pero nació en 1748 y, con ello, fue prácticamente coetáneo a una figura tan emblemática como la de Horatio Nelson, una estrella mediática de primera magnitud que en su tiempo difuminó el brillo de todos sus compañeros de armas, entre los cuales también aquellos con equiparables o incluso superiores méritos.
Collingwood nació en Newcastle (Norte de Inglaterra) y, como muchos marinos de su época, se embarcó por primera vez a los doce años, sirviendo como guardiamarina en la fragata Shannon. Participó en la guerra de la independencia norteamericana —concretamente en la batalla de Bunker Hill, en Boston— y el resto de aquella primera etapa de su carrera tuvo como escenario las Indias Occidentales, donde pronto coincidió y entabló una íntima amistad con Nelson, que perduraría hasta la muerte de éste.
Su carrera no fue demasiado rápida, dado que sólo alcanzó el grado de teniente en 1775, ya con veintisiete años. Tanto él como Nelson sirvieron como tenientes en la fragata Lowestoffe y, posteriormente, Collingwood relevaría sucesivamente, ya como comandante, a su amigo Horatio en el mando de los buques Badger y Hinchinbrook. En 1781, al mando de otra fragata, la Pelican, su buque naufragó a consecuencia de un huracán. Todavía sirvió en otros buques, coincidiendo a menudo con Nelson, antes de regresar a Inglaterra en 1786.
Siguieron seis años de “varada forzosa” en tierra, que aprovechó para casarse, hasta que en 1792, el estallido revolucionario en Francia daría inició al largo enfrentamiento de la Gran Bretaña y su principal rival continental que se prolongaría prácticamente durante veintitrés años, con sólo breves periodos de tregua. Collingwood, en la nueva situación, pronto encontró un destino naval y, así, en 1794 le vemos actuando de capitán del navío de 74 cañones Barfleur, en el que enarbolaba su insignia el almirante Bowyer, formando parte de la flota mandada por Lord Howe que se enfrentó a una superior fuerza francesa en la sangrienta batalla de Ushant (conocida por los ingleses como “The glorious 1st. of June”). El almirante Bowyer resultó gravemente herido apenas iniciada la acción y fue Collingwood quien asumió la brillante intervención de su barco en la derrota francesa de aquel día. Sin embargo, en el informe enviado por Howe al Almirantazgo indicando los nombres de los oficiales especialmente distinguidos en la batalla, el de Collingwood no es mencionado junto al de su jefe Bowyer y, por consiguiente, no recibió ningún honor especial.Ello le produjo una lógica reacción de indignación, hasta que fue debidamente reivindicado tres años más tarde.
Dicha reparación moral se produciría en 1797, tras su sobresaliente intervención en la batalla de Cabo San Vicente, al mando del Excellent (74 cañones) y a las órdenes de Sir John Jervis. En dicho enfrentamiento, la escuadra británica derrotó a la española, mucho más nutrida —24 navíos de línea frente a 15— comandada por el almirante José de Córdoba. Collingwood, en la vanguardia del ataque inglés, apoyado por el Diadem rindió los navíos San Isidro (80 cañones) y Salvador del Mundo (112 cañones), cuyos respectivos capitanes resultaron muertos en combate. No obstante, la jornada fue especialmente recordada por una audaz maniobra de Nelson que, haciendo caso omiso a las disposiciones de orden de batalla de Jervis, actuó por su cuenta de forma decisiva para el resultado final de una gran victoria inglesa que provocó la destitución y ostracismo de Córdoba.
Jervis fue nombrado “Conde Lord Saint Vincent” y Nelson unánimemente aclamado en su patria; Collinwood, aunque también elogiado, debería esperar hasta 1799 para ascender a contralmirante. Es de justicia mencionar que, por parte española, el extraordinario valor y la decisión aquel día de Cayetano Valdés, comandante del Infante Don Pelayo, permitió recuperar al buque insignia de la flota hispana y mayor barco de guerra de la época, el Santísima Trinidad (¡de 130 cañones!), cuando éste ya había arriado su bandera rindiéndose a los británicos.
Tras participar, durante los siguientes años, en los bloqueos de Brest, Toulon y Cádiz, Collingwood ascendió a vicealmirante (el mismo grado de Nelson) en 1804 y fue designado lugarteniente de éste (convertido en un ídolo popular británico y fuente de maledicencia por su poco ortodoxa vida privada), al frente de la flota del Mediterráneo. Como tal, sería uno de los protagonistas más destacados de la cruenta batalla de Trafalgar en octubre de 1805. En aquel decisivo enfrentamiento naval, que frustraría la planeada invasión de Gran Bretaña por parte de las tropas napoleónicas concentradas en Boulogne, 33 buques de línea aliados (18 franceses y 15 españoles) hicieron frente a los 27 de Nelson y Collingwood. Los franco-españoles habían adoptado el orden de batalla clásico (una línea continua que, en la práctica, entró en combate en forma de media luna). Nelson, por su parte, de forma novedosa, dispuso sus barcos en dos columnas, destinadas a romper la formación enemiga atacándola perpendicularmente.
Al frente de la primera, a barlovento, se situó su navio Victory (100 cañones), mientras que el Royal Sovereing (también 100 bocas de fuego) de Collingwood estaba al frente de la segunda, más a sotavento. Debido a su situación relativa, Collingwood fue el primero en entrar en contacto con el enemigo, cañoneando desde la banda de babor al español Santa Ana y al francés Fougeux desde sus baterías de estribor. Nelson, que todavía no había alcanzado su objetivo, exclamó: “¡Mirad como ese noble camarada Collingwood lleva su barco a la acción; cómo le envidio!” Era apenas mediodía y, poco después, Nelson era mortalmente herido por una bala de mosquete disparada desde la cofa del Redoutable y fallecía tras cuatro horas de dolorosa agonía. Collingwood quedaba al mando. A las seis de la tarde, la batalla estaba decidida: los franceses de Villeneuve habían perdido doce de sus dieciocho navíos, con casi cuatro mil bajas; los españoles diez de sus quince grandes barcos, amén de casi cinco mil bajas (entre muertos, heridos y prisioneros) de los doce mil hombre que habían entrado en combate. Los británicos sufrieron unas mil setecientas bajas, de las cuales cuatrocientas cincuenta mortales.
El dilema de Collingwood, tras la victoria alcanzada, era cómo maniobrar su maltrecha flota, además de siete u ocho barcos enemigos apresados. En sus últimos momentos de lucidez, Nelson —sabedor ya de su inminente triunfo— había aconsejado que la flota anclase para reparar los daños, pero la violenta tormenta que se desató aquella noche y se prolongó varios días hizo imposible que Collingwood cumpliese dicha orden. La escuadra británica, que no perdió ningún buque ni en combate ni en su epílogo, regresó trabajosamente a Gibraltar. Algunos de los buques apresados o bien se perdieron en la costa, se hundieron, o bien fueron recapturados por los franco-españoles. Durante aquellos momentos críticos, el almirante inglés dio pruebas de humanidad, enviando botes a rescatar los marineros españoles y franceses de buques que estaban a punto de naufragar y efectuando su posterior transporte a Cádiz bajo bandera de tregua.
Este noble gesto fue correspondido por el gobernador de la plaza, conde de la Solana, con el envío a Collingwood de una buena provisión de barricas de vino jerezano. Una estrecha relación de mutuo respeto y aprecio entre ambos personajes surgió con aquel curioso lance.
Tras el combate de Trafalgar, nuestro personaje fue nombrado barón Collingwood y se le confió el mando supremo de la flota del Mediterráneo, en sustitución del fallecido Nelson. Tenía ya 57 años y delicada salud, por lo que su deseo hubiese sido retirarse junto a su familia a la campiña inglesa, pero su lógica aspiración no fue escuchada por sus superiores, que le obligaron a permanecer en su puesto.
Con el estallido en 1808 de la guerra de la independencia española, sus antiguos enemigos hispanos se tornaron en aliados y, desde la base conjunta de Mahón, Collingwood atendió al bloqueo de las zonas peninsulares ocupadas por los franceses y al suministro de armas y pertrechos a los patriotas españoles. En sus dos últimos años, en que residió en Menorca, tuvo como morada una casa típica de la isla con vistas al puerto, la cual todavía existe y ejerce ahora las funciones de hotel. Se ocupó, además, del transporte, bajo escolta de fragatas, de uno de los mayores órganos hasta entonces construidos en todo el mundo, que se instaló en la iglesia parroquial de Santa María de Mahón.
En marzo de 1810, el cáncer de estómago que padecía hizo inevitable su relevo y su embarque de retorno a Inglaterra. Todavía en aguas menorquinas el buque (el Ville de Paris) que le conducía a Plymouth, el esforzado Collingwood dejó de existir y su regreso a la patria sirvió sólo para que sus restos fuesen enterrados en la catedral de Saint Paul de Londres, junto a los de su gran amigo y camarada Horatio Nelson. Un carismático amigo y camarada hacia el cual Collingwood, diez años mayor que él, nunca sintió rivalidad mal entendida ni envidia, tan frecuentes entre otros oficiales.
Quienes le conocieron apreciaron sus cualidades como experto navegante y soldado valiente, de modestia personal y devoción por su país y su Marina. Apenas permaneció más de tres o cuatro años en tierra, aparte los de su infancia, pero en el poco tiempo de descanso que pudo disfrutar se dice que compró una finca y se entretenía recogiendo bellotas de los robles para, a su vez, sembrarlas. Con ello, decía él, se aseguraba que en el futuro no faltase buena madera de roble inglés para construir nuevos navíos y fragatas para la Royal Navy. ¡Poco podía el bueno de Collingwood imaginar que, en pocas décadas, el acero iba a desplazar para siempre al roble en la construcción naval militar!
Capt.Joan Cortada