SEGUNDONES DE LUJO
SEGUNDONES DE LUJO (3)
ROBERT FITZROY (5 de julio1805 – 30 de abril 1865)
El personaje cuya vida pretendemos esbozar en el presente artículo es un magnífico ejemplo de cómo el azar, determinadas casualidades que se dan en la historia, pueden tener profundas consecuencias posteriores. Lo explicaremos más adelante.
La vida de FitzRoy también es un ejemplo de cómo la notoriedad de una persona puede, en determinadas circunstancias, quedar oscurecida —o prácticamente eclipsada— por el genio de otra con la cual compartió determinada empresa, marítima en este caso, en la cual el “eclipsado” oficialmente ocupaba una posición de liderazgo.
Ello es lo que sucedió con el viaje de circunnavegación de la bricbarca Beagle, que tuvo lugar entre los años 1831 y 1836. Una expedición que todo el mundo conoce como “El Viaje de Charles Darwin”, en la que el nombre del capitán del barco, a pesar de sus indudables méritos, queda siempre muy en un segundo plano.
Robert FitzRoy nació en el seno de una familia aristocrática inglesa en 1805. Entre sus antepasados se hallaba el rey Carlos II, uno de los últimos monarcas de la dinastía de los Estuardo Uno de sus tíos era el vizconde Castlereagh, que llegó a ministro de Asuntos Exteriores del Reino Unido.
Se embarcó en una fragata a los doce años como estudiante voluntario y efectuó su primer viaje a Sudamérica, en el transcurso del cual ascendió a guardiamarina. En 1824, con diecinueve años obtuvo el título de teniente con las máximas calificaciones —100% de respuestas acertadas en el examen, de lo cual no había precedentes en la Royal Navy— y, ya en 1828, fue nombrado ayudante (flag lieutenant) del almirante que mandaba la flota inglesa estacionada en el Atlántico Sur, con base en Rio de Janeiro.
Es aquí cuando surge la primera de las casualidades que mencionábamos al principio. La carrera naval del joven aristócrata parecía encaminada, en tiempos de paz, a una lenta y tranquila pero segura progresión en el escalafón de la Armada, pero un acontecimiento fortuito cambió su destino de forma crucial. En aquel momento estaba teniendo lugar una expedición naval de dos buques: el Adventure y el Beagle con la misión de cartografiar las costas del extremo meridional del continente americano. Se dio la circunstancia de que el capitán del segundo de ellos cayó víctima de una profunda depresión y se suicidó. El almirante, en vez de asignar el mando del Beagle al que entonces era el primer teniente de aquel navío, optó por nombrar a su ayudante FitzRoy, el cual continuó la misión asignada al buque durante dos años más, revelándose como un excelente y meticuloso explorador y cartógrafo.
En el curso de sus subsiguientes trabajos en Tierra del Fuego, unos indígenas robaron un bote del barco y FitzRoy tomó varios rehenes en represalia. Liberó a la mayoría, pero retuvo a cuatro jóvenes adolescentes (tres varones y una mujer) con la idea de llevarles a Inglaterra, darles instrucción y evangelizarles, para luego devolverles a su país y que fuesen el germen de una comunidad cristiana en una tierras escasamente pobladas por tribus indias sumamente primitivas.
Aunque uno de los adolescentes falleció apenas llegado a Europa, a los otros tres les envió a un centro educativo pagado por su bolsillo; estudios que se desarrollaron al parecer con cierto provecho, desde el momento en que los jóvenes fueguinos pronto aprendieron el inglés y llegaron a ser presentados en la Corte del rey Guillermo IV.
En aquel momento, surgió un obstáculo en las expectativas de FitzRoy. El Almirantazgo pareció abandonar la idea de una nueva misión hidrográfica al Cono Sur americano y nuestro hombre pensó en fletar él mismo un buque para devolver a los fueguinos a sus islas. Las influencias de uno de sus parientes hicieron que aquella decisión del gobierno inglés fuese reconsiderada y, a mediados de 1831, FitzRoy era reconfirmado en su puesto de capitán del Beagle y recibía órdenes de aprestar el barco para una segunda expedición.
La nueva misión encomendada era de gran alcance: completar los trabajos hidrográficos en la Patagonia y Tierra del Fuego, así como de las costas chilenas y peruanas. Luego, dirigirse a Tahití y Australia, para confirmar la longitud de varios puntos, para lo cual el barco fue equipado con nada menos que veintidós cronómetros. También debía efectuar la inspección geológica de algunos atolones de coral para investigar su origen y formación, regresando luego a Inglaterra por el cabo de Buena Esperanza.
Surge entonces la segunda casualidad, que tendría una trascendencia revolucionaria en el futuro de las ciencias naturales. FitzRoy, tras la experiencia de la anterior expedición era muy consciente de la soledad abrumadora del capitán de un buque de guerra en un viaje de largos años, ya que la estricta disciplina militar le impedía intimar, más allá de la simple cortesía, con el resto de oficiales. También por otra parte, dadas algunas de las órdenes recibidas, consideraba necesario embarcar un científico, geólogo o naturalista, que completase sus indagaciones y que aceptase trabajar sin sueldo e incluso pagándose sus gastos a bordo. Compartiría el camarote y la mesa del capitán, el cual esperaba tener así un amigo con el que poder charlar sin la rígida barrera del rango militar.
La persona seleccionada fue un joven de veintidós años llamado Charles Darwin. En aquel momento Darwin era un joven “sin oficio ni beneficio”. Para contentar a su padre, un doctor acomodado, había comenzado a estudiar medicina en Edimburgo, pero pronto se dio cuenta que no tenía ninguna vocación de médico. Tras aquel primer intento fallido de encaminar al joven, su progenitor le envió a Cambridge a estudiar Teología y a convertirse en clérigo anglicano. En aquella ciudad universitaria conoció a un conocido naturalista, el doctor Henslow, clérigo él mismo, que pronto advirtió que el verdadero interés de Charles era recorrer los campos en busca de batracios e insectos de todo tipo para luego estudiar su morfología y hábitos.
Fue precisamente Henslow la persona a quien FitzRoy se dirigió en su búsqueda del científico que deseaba embarcar en la Beagle y aquel recomendó a Darwin con insistencia. A pesar de su falta total de cualificaciones académicas, según Henslow aquel joven tenía una muy notable capacidad de observación y una curiosidad insaciable por el mundo natural. Su padre, por otra parte, se resignó a subvencionar los gastos a bordo de un hijo al que no veía ningún futuro provechoso. La relación entre ambos hombres —el capitán del buque y el naturalista embarcado como supernumerario— fue bastante buena durante los cinco largos años de la expedición.
Antes de zarpar llegaron a un entendimiento: FitzRoy pertenecía a una familia conservadora (tory) y Darwin a una liberal (wigh), por lo que acordaron excluir radicalmente la política inglesa de sus conversaciones. En el curso del viaje surgieron algunos episódicos desencuentros entre ambos, motivados por el carácter en ocasiones irascible del capitán, cuando se le objetaba alguna decisión o cuando algún comentario hería sus profundos sentimientos religiosos. El más grave, sin embargo, fue de índole más bien política, cuando, durante la escala del barco en Brasil, Darwin se manifestó escandalizado por el trato que pudo observar recibían los esclavos negros, situación que FitzRoy relativizó con vehemencia, llegando a expulsar a aquel de su camarote durante un tiempo.
Tras dicha escala en Brasil, el Beagle comenzó a cartografiar la costa argentina desde Rio de la Plata al cabo de Hornos en agosto de 1832, durante cuatro meses. En enero del siguiente año desembarcó a los tres indígenas en Tierra del Fuego, acompañados por un misionero voluntario británico, para establecer la proyectada misión evangelizadora. Tras intentar infructuosamente doblar el cabo de Hornos a causa de los violentos temporales y vientos adversos, FitzRoy, que era un auténtico perfeccionista y no estaba totalmente satisfecho de los trabajos realizados en la costa argentina, volvió atrás para revisarlos y cerciorarse de su exactitud.
Más tarde, regresó al lugar donde había dejado al misionero y a los fueguinos, sólo para constatar que los indios de la zona habían saqueado completamente la incipiente misión, que el misionero estaba casi desnudo y muerto de hambre y que de los indígenas a los que se había querido dar instrucción europea no había el menor rastro. Al cabo de un tiempo apareció fugazmente uno de ellos, vestido de nuevo a la usanza de su tribu con un simple taparrabos de pieles y rehusando volver a Inglaterra. FitzRoy reembarcó al pobre misionero y prosiguió su expedición, cruzando al Pacífico por el canal que exploró y que lleva el nombre de su barco: el canal de Beagle.
Durante un año, de mediados de 1834 a mediados de 1835, FitzRoy se esmeró en los levantamientos hidrográficos de la tortuosa costa chilena. Mientras tanto, Darwin tenía plena libertad para hacer sus propias exploraciones en tierra, como anteriormente la había tenido en las costas argentinas. De hecho, de los casi cinco años en los que se prolongó la expedición, el naturalista permaneció a bordo poco más de dieciocho meses.
En las cumbres de los Andes encontró evidencias (conchas marinas y cantos rodados) de que aquella imponente cordillera se había elevado desde el mar impulsada por enormes fuerzas tectónicas, fue testigo de un violento terremoto y descubrió fósiles de los extinguidos grandes reptiles que miles de años atrás habían poblado la Tierra. Extinción que FitzRoy, apoyándose en la Biblia, se negó a atribuir a otra causa que no fuese el Diluvio Universal.
Como es bien sabido, el momento crucial de la expedición, desde el punto de vista de las ciencias naturales, fue la llegada de la Beagle a las islas Galápagos, en septiembre de 1835. Allí Darwin encontraría las evidencias definitivas que le llevarían a elaborar su teoría de la evolución y selección natural de las especies, que cambiaría para siempre la visión científica de la historia del mundo y de la aparición y desarrollo de la vida sobre el planeta.
Tras escalar en las islas de la Sociedad, varios atolones coralinos, Australia, Sudáfrica y de nuevo Brasil, el buque regresó a Inglaterra el 2 de octubre de 1836. Darwin se había llevado un ejemplar de tortuga de las islas Galápagos que acabó en Australia, donde vivió hasta 2006, ¡con una edad calculada en 175 años! A partir del regreso de la Beagle, los caminos de FitzRoy y Darwin se separaron casi definitivamente, tanto en el sentido físico como en el intelectual.
El naturalista se dedicó a una larga reflexión sobre sus descubrimientos, tardando bastante tiempo en publicar, sólo en 1859 y tras mucha insistencia de sus amigos, el libro “El origen de las especies” que tanto revuelo levantaría y le convertiría en un personaje de fama mundial. Alguna enfermedad tropical contraída en Sudamérica haría que su salud fuese precaria el resto de su vida.
FitzRoy, por su parte, publicó en 1839 su minuciosa narración de las exploraciones por él realizadas a bordo de la Beagle, obra que fue aclamada por el público y el mundo científico, recibiendo su autor una medalla de oro de la Real Sociedad Geográfica. También fue elegido miembro, por supuesto conservador, del Parlamento británico en 1841. Algún tiempo más tarde fue designado gobernador de Nueva Zelanda pero su actitud de firme apoyo a los nativos maoríes frente a los abusos de los colonos británicos le hizo impopular entre éstos y fue reemplazado al cabo de sólo dos años.
Ya vicealmirante, se le encomendó la creación de un servicio de estudios meteorológicos, embrión de lo que más tarde sería en eficiente Servicio Meteorológico británico. Estableció una red costera de señales de avisos de temporal que salvó las vidas de muchos marineros y pescadores.
En 1860 se celebró un famoso debate en la Universidad de Oxford sobre las teorías de Darwin recientemente publicadas, debate al que éste no quiso asistir, pero sí que lo hizo FitzRoy, atormentado por el pensamiento de que su lejana invitación al científico para viajar en su barco había dado lugar a lo que él consideraba unas teorías extravagantes y blasfemas. En el curso de la reunión, un obispo llamado Samuel Wilberforce, atacó ferozmente a Darwin, al que intentó ridiculizar, pero fue rebatido por uno de los amigos de éste, Thomas H. Huxley, que ganó claramente el debate. En aquel punto, FitzRoy se puso en pie agitando un gran ejemplar de la Biblia e implorando al auditorio que creyese en la palabra de Dios y no en la de un hombre, siendo ignorado o abucheado por la mayoría de los asistentes.
Cinco años más tarde, en 1865, en una situación económica más bien precaria y víctima de una de las depresiones a que había sido proclive durante toda su vida, Robert Fitzroy puso fin a ésta, seccionándose la garganta con una navaja barbera. La misma muerte que, cuarenta años antes, había elegido su tío, el famoso político Lord Castlereagh, uno de los protagonistas principales del Congreso de Viena posterior a la derrota de Bonaparte.
Capt. JOAN CORTADA