¿POR QUÉ NO PARÉ MÁQUINAS?
Basado en una idea de Mercè Montalá.
2029, Junio.
Lo acababan de acomodar en la cama. El auxiliar dejó la habitación discretamente y la enfermera antes de cerrar la puerta se volvió para decirle: - “sus familiares están en oficinas cumplimentando el ingreso, enseguida estarán con usted”-. Sonrió de nuevo y cerró suavemente la puerta tras de sí.
Ahora parecía que no le dolía nada. El respirador lo refrescaba y las intravenosas de su muñeca derecha apenas se hacían notar. Suspiró agradecido. Miró a la ventana por la que se veía un trozo de cielo de su amada/odiada Barcelona. Luego, despacio, miró al otro lado y su vista se clavó en la cama vacía que completaba la habitación. No estaba hecha, no esperaba a otro enfermo. Sabía lo que eso significaba, no más pruebas, no más intervenciones, alea jacta est Antonio, estás en la fase final, dos, cinco días a lo sumo. Todo había sido muy rápido y muy intenso, la detección del tumor de origen desconocido, la avalancha de malas noticias, los intentos fallidos de controlar la metástasis, más malas noticias, todo tan rápido y al mismo tiempo tan contundente que su vida anterior le parecía ahora muy lejana.
No se alarmó, estaba incluso tranquilo. “Cansancio de vivir” recordó. Esa idea, ese estado, siempre tan ajeno a él parecía que, en solo dos meses, había llovido de modo constante, pertinaz, sin tregua sobre su cuerpo y su alma hasta conseguir calar en lo más profundo. Siempre había luchado contra las emociones que se pudieran desatar, incontroladas y estériles. Siempre, en los momentos complicados, límites -como se dice ahora- y que su profesión de marino mercante no le había evitado, se centraba en los pros y contras, en captar la realidad, la evidencia, el escenario completo, para poder así gestionar la situación acertadamente.
Su hábito mental empezó a trabajar. Si, aún no era un viejo, pero casi. Quizás mejor apearse de este mundo dejando una imagen no demolida por la decrepitud de la longevidad. Ya hacía tiempo que con la resignación de lo obvio venía aceptando todos los espacios físicos, mentales y emocionales que lenta pero tenazmente los años le iban barrando. La idea de que las secuelas de esta enfermedad, si la superaba, empeorarían esa sensación de cruel e interminable derrota biológica no le era en absoluto atractiva.
Su vida hasta ahora no había estado mal, nada mal. Su infancia en un hogar donde siempre, él y sus hermanos, se sintieron queridos y a salvo. La época de estudiante, descubrir a Neus, competir por ella, - “las eliminatorias”- llamaban a ese periodo; su profesión, su amada profesión… Y el mar, el mar era noble, el mar era para él sentido común, ingeniería y naturaleza jugando de tú a tú, respeto y solidaridad, aquella solidaridad tan superior que hacía movilizarse a todos los barcos en zona si había un SOS. Crear su hogar, la llegada de sus dos hijos, aquella separación puntual, la apoteósica reconciliación. Neus, -” su defensa central “- la llamaba. Neus y él, ¡qué equipazo para ir por la vida! Y de nuevo su profesión, que no lo defraudó jamás y con el premio final de ser capitán de - “El Listillo”-, bueno, a ver, no se llamaba así, aunque era un barco muy sofisticado por la gran cantidad y calidad de ayuda tecnológica que incorporaba; iba a ser, en breve, superado por una nueva generación de barcos mucho más digitalizados, los llamados barcos inteligentes – Smart- , por eso y cariñosamente llamaban a su barco “listillo.”
Si, cuando revisaba su vida, todo, todo había ido saliendo bien, y, aunque alguna vez estuvo muy cerca de que la locomotora de las injusticias se lo llevara por delante, bien sea por su visión de todo - “el escenario”-, bien por la suerte, o bien por la voluntad de ese Dios con el que mantenía una relación de coexistencia pacífica, nunca nada logró arrollarlo.
Y si todo estaba bien, ¿por qué el recuerdo de aquella tarde venía, cada vez con más frecuencia a su mente. ¿Por qué el recuerdo que algún tiempo creyó casi olvidado era ahora tan recurrente?
Aquella tarde estaba en su camarote, faltaba menos de una hora para la cena. Con el vaso de whisky con mucho hielo sobre la mesa, repasaba una vez más uno de aquellos manuales tan completos en los que se describían con datos, gráficos y comentarios todas las instalaciones que contenía el buque y todos los detalles de su estructura. Desde meses antes de tomar el mando, estos manuales se convirtieron en su obsesión y ahora, en su segundo viaje como capitán, se habían convertido en una lectura diaria ritual en la que se sumergía con una actitud placentera, tranquila, talmúdica, como el que pasea por un jardín querido y familiar. Sonó el teléfono del puente y la voz de Jorge le pidió que subiera. Si Jorge, el segundo oficial, el sobrio y fiable portugués, te pedía subir, no había que dudar ni preguntar nada, había que subir.
Entró en el puente de mando y Jorge se le acercó con los prismáticos en la mano. -“Una cuarta por estribor”- dijo. Antonio salió al alerón y se cazó los binoculares. El mar empezaba a rizarse y aunque suaves, los balances se hacían perceptibles. Por eso le costó algo descubrir aquella embarcación, abarrotada de gente de la proa a la popa, caras oscuras, brazos al aire y que aparecía y desaparecía según pasasen las olas. Supo enseguida ante qué se encontraba. En su mente se multiplicaron los mensajes.
Era su segundo viaje en el barco de sus sueños con la naviera de sus sueños. En el primero, aquel maldito barco griego no controló bien la maniobra de atraque, se les vino encima por popa, suave pero pesadamente. Total, nada, dos barandillas dobladas y seis metros cuadrados de pintura desprendida, nada. No quiso hablar con el capitán del otro buque cuando intentó subir a bordo- ¿Para qué? - bromeó durante la comida. - “Yo no hablo griego y si te encuentras con un griego no te dejará hablar a ti”-. Su primer oficial indicó al capitán griego que ya habían informado al consignatario de buques que representaba a la compañía y que se dirigiera a él si precisaba datos del barco para el parte del seguro. No había sido culpa suya en absoluto, pero era una pequeña incidencia en su primer viaje y esto lo incomodaba.
Ahora estaba a punto de finalizar su segundo viaje que estaba yendo a la perfección, ¡otra incidencia más no, por favor! Volvió a pensar en las noticia que con tanta atención estaba siguiendo aquellos días. El buque de la naviera Maersk fondeado ante Malta con 29 migrantes llevaba ya un mes esperando el permiso de las autoridades para desembarcarlos. ¡Un mes! ¡Cuánto dinero estaba costando esa broma a la naviera!
A la imagen del buque danés fondeado frente a Malta se sumaron los sesudos comentarios de aquellos periodistas especializados que cargaban constantemente contra las ONG que, tras rescatar migrantes en alta mar pugnaban y pugnaban luego para que algún país ribereño los aceptara. - “cruceristas de lujo”- habían llegado a llamar a aquellos refugiados, porque, según decían, pagaban altos precios por hacinarse en aquellos infiernos flotantes.
En el puente, Jorge ya se había situado al lado del telégrafo de la máquina, listo para lanzar órdenes a los maquinistas. Por su parte, Joan Tur, el marinero de guardia, se situó al lado de la rueda del timón preparado para gobernar manualmente cuando se desconectara el piloto automático.
Antonio, en el exterior, volvió a enfocar los prismáticos sobre la patera, ahora ya estaba casi de través, a menos de un cuarto de milla y pudo ver, de forma nítida y clara la cara del hombre que, de pie, en la proa de la patera, brazos en alto, fijaba también sus ojos en él. El blanco de aquellos ojos desbordando el negro rostro. Ojos de incredulidad, ojos que parecían estar leyendo con pánico desbordado todos los pensamientos que hervían en Antonio. En un segundo, en un siglo, la patera ya quedaba por la popa y el aumento del oleaje la volvía a hacer invisible por momentos. Unos minutos más tarde, Antonio entró en puente cerrando la puerta del alerón tras de sí.
Devolvió los binoculares a Jorge que, inmóvil, lo miraba en silencio. Joan Tur había avanzado hasta casi tocar con su nariz el cristal frontal del puente. Allí, el marinero ibicenco, que según todos tenía la vista más potente del mundo, sumergió su prodigiosa mirada y su pensamiento en el último punto más distante del horizonte, lejos, más lejos que nunca.
Nadie habló allí ni tampoco nadie comentó nada durante la cena en el comedor de oficiales. Al día siguiente, entraron en Fos. Jorge solo se acercó para presentarle su relevo porque en esta escala iniciaba su periodo de vacaciones y partía el mismo día hacia Oporto. Ninguna noticia sobre naufragios de pateras apareció en las revistas digitales especializadas en los días siguientes. Su segundo viaje en- “el listillo”- se había completado sin incidencias.
Antonio intentó serenarse, - “tu vida ha valido la pena se repitió, ha sido hermosa, vivida, alegre y también sabia, dejas a tu familia protegida, dejas grandes amigos y buenos recuerdos a todos, irreprochable. Entonces…
¿Por qué ese maldito recuerdo te ocupa ahora tanto tiempo del poco que te queda?
¿Por qué sigue ahí todavía?
¿Por qué no paré máquinas aquella tarde?”
MERCANTE
Con admiración y respeto al capitán del Maersk Etienne.