Capt. JOAN CORTADA

Capt. JOAN CORTADA

UNA BREVE E ILUSTREESTIRPE DE MARINOS VASCOS

Cuando se menciona a la marina del periodo en que el Imperio Hispánico alcanzó la cúspide de su poder, o sea el siglo XVI, la figura señera del mismo suele centrarse en Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, gracias a sus diversas victorias navales y, en especial, las de las islas Azores y su decisiva participación en la jornada de Lepanto.

No obstante, resultaria injusto dejar de lado a otros personajes de gran mérito contemporáneos de Bazán, como es el caso de Recalde y Oquendo. Vamos a referirnos hoy a éste último o, mejor dicho, a los dos Oquendos: padre e hijo, Miguel y Antonio, poniendo de relieve los indudables y peculiares valores que ambos representaron en su época.

Miguel de Oquendo nació en San Sebastián en fecha imprecisa del primer cuarto del siglo XVI y en el seno de una próspera saga de marinos comerciantes que se remontaba a varias generaciones, con intereses en Sevilla y en las nuevas colonias de América, en especial en Cuba y Veracruz. La línea divisoria entre comercio legal e ilegal debía ser algo ténue en aquellos años ya que don Miguel se vió procesado por contrabando en 1557. Es posible que, a partir de aquel incidente y para limpiar su imagen, nuestro personaje se involucra cada vez más en el aspecto militar de su actividad marinera, ya que cinco años más tarde aparece como maestre de la nave almiranta (la segunda en rango tras la capitana) de la flota estacionada en Veracruz. Su matrimonio en 1563 con una rica hidalga guipuzcoana, María de Zandategui, reforzará su rango social y extenderá sus posesiones raíces en su tierra natal. En 1575 aporta diez galeones a una expedición del marqués de Santa Cruz a Orán, lo cual le hace ganar el aprecio y consideración del ya famoso almirante.

Una de las características más notables del reinado de Felipe II, en lo referente a los mandos militares tanto terrestres como navales, es el juego de intrigas y rivalidades que se manifiesta de forma implacable y que tanto daño harán a una acción coherente y eficaz de las fuerzas hispánicas de la época. Nuestro personaje no se libra de ese pernicioso juego de envidias y zancadillas: en 1582, tras haber participado con gran distinción en la exitosa campaña de Álvaro de Bazán en las Azores, Oquendo es nombrado Caballero de Santiago. Sus enemigos políticos interponen tacha de indignidad, alegando que de niño había sido pastor de ovejas en el monte Ulía. El rey, para solventar la cuestión (de modo característico de acuedo con los prejuicios sociales del siglo) solicita y obtiene una dispensa papal en favor de Oquendo para poder mantenerle un título tan bien ganado en el campo de batalla. Máxime teniendo en cuenta que el marino guipuzcoano arriesgaba en la lucha naves construidas y armadas a sus propias expensas.

Finalmente, llegan los preparativos de la expedición de 1588 contra Inglaterra, la llamada “Grande y Felicísima Armada”. En el transcurso de los mismos, fallece en Lisboa el marqués de Santa Cruz y Felipe II comete el colosal error de nombrar en su lugar al duque de Medina Sidonia, secundado por el también incompetente Diego Flores de Valdés, marginando así a marinos experimentados como Martínez de Recalde y Oquendo, mucho más solventes para dirigir una imponente flota. No vamos a exponen aquí las desventuras que se derivaron de tal decisión real, pero sí que resulta oportuna una anécdota que nos permite apreciar el caràcter de nuestro personaje:

Oquendo estaba al frente de la escuadra de Guipúzcoa compuesta de catorce galeones y varias naves auxiliares. Tras la dispersión de la Armada por los ingleses, mediante brulotes, frente a Calais, al día siguiente, 8 de agosto de 1588, se entabla la llamada batalla de Gravelinas, que toma un sesgo decididamente adverso para los hispánicos. En un determinado momento, la capitana de Oquendo, el galeón Santa Ana (segundo buque de más porte de toda la Armada), se coloca cerca de la capitana San Martín de un desconcertado Medina Sidonia. Éste se hace oir de Oquedo a través del fragor de los cañonazos:

— ¿Señor Oquendo, qué vamos a hacer? ¡Estamos perdidos!

—¡Pregúntelo su señoría a Flores de Valdés! —fue la dura respuesta—. ¡Por mi parte, voy a luchar y morir como un hombre, si accedéis a cederme algunas municiones!

Pero Miguel de Oquendo no perecerá aquel día; la muerte no será tan compasiva con él como para hacerle morir en combate. Le corresponderá arrostrar el martirio del terrorífico regreso a España por el norte de Escocia y el oeste de Irlanda. El 23 de septiembre llega a Pasajes agotado, humillado por la derrota y prácticamente moribundo, pero todavía tiene fuerzas para escribir a Felipe II:

“Mis dos naves juntamente con otras se entraron ayer en el puerto del Pasaje. La mayor e yo venimos tales, que sabe Dios cómo hemos llegado acá. Yo he llegado muy enfermo y lo estoy. Y en caso que escape de ésta, no me mande V. Md. salir de mi casa, que ni tengo fuerzas ni esfuerzo y me sobran años. Si para en cuenta de lo que he de haber por ella y por mí me quiere mandar librar lo que fuere servido, haréla adrezar. Y si V. Md. las despide y no me socorre, habrán de perecer donde están”

Dos o tres días más tarde, su maltrecho buque Santa Ana salta por los aires en un incendio fortuito que alcanza su santabárbara. Miguel de Oquendo, a su vez, fallece en su domicilio el 1 de octubre.

De su matrimonio antes mencionado, Miguel de Oquendo tuvo seis hijos. El menor, Antonio, nacido en 1577, también resultará un personaje naval célebre en los reinados posteriores de Felipe III y Felipe IV y ha dado nombre posteriormente a varios buques de guerra españoles, a pesar de ser una figura más controvertida que la de su progenitor.

Antonio de Oquendo y Zandategui representaba el entronque de una familia de marinos, comerciantes y fundidores de hierro para la exportación, como era ya de antiguo la de su padre, con los Zandategui, nacidos en la pequeña nobleza terrateniente guipuzcoana de origen feudal.

Al contrario de su padre, forjado en la actividad marítima comercial, el hijo habría entrado directamente al servicio de la Corona con apenas 16 años y con escasa formación náutica, dato que algunos biógrafos contradicen, retrasando dicha incorporación a sus 25 años tras los pertinentes estudios teóricos sobre astronomía y navegación.

Lo que parece seguro es que, hacia 1600 y durante cuatro años, sirve en las galeras de Nápoles. En 1604 obtiene su primer mando, el galeón Delfín de Escocia, con base en Lisboa y se enfrenta con notable éxito a los corsarios ingleses que atacan el comercio en las costas portuguesas, por lo que al año siguiente se le brinda la oportunidad de mandar ya una escuadra compuesta por galeones de Vizcaya. Guipúzcoa y Cantabria. Durante diez años su carrera seguirá un curso ascendente y sin grandes acontecimientos, con enfrentamientos con los holandeses en el Atlántico y con los piratas berberiscos en las costas del norte de África.

Sin embargo, en 1619 pierde el favor de la Corte de Madrid al negarse a aceptar el mando interino de la flota de la Mar Océana, siendo encarcelado por un breve período de tiempo en la fortaleza de Hondarribia y permaneciendo luego en arresto domiciliario. Una vez rehabilitado, empieza a servir con distinción en la carrera de Indias y en ataques a las bases de piratas en algunas islas caribeñas, como la célebre isla Tortuga.

En 1631 regresa a América al mando de una nutrida flota para atajar los intentos holandeses de hacerse con bases en las costas del nordeste del Brasil. Obtiene una resonante victoria frente a Pernambuco contra los almirantes neerlandeses Adriaan Hans Peter y Thys, en la llamada batalla de Abrolhos. Un hecho de armas que representará la cúspide de su prestigio.

La otra cara de la moneda la constituye la expedición de 1639 que el conde-duque de Olivares envió a las aguas del canal de la Mancha con el objetivo de suministrar refuerzos y dinero a las tropas españolas en Flandes. La misma estaba compuesta de una numerosa flota de transporte (galeras y fragatas) escoltada por unos 30 galeones de guerra, todo ello bajo el mando de Oquendo. La flota neerlandesa del almirante Marteen Tromp aguardaba su llegada y entre el 16 y 18 de octubre se entabló una primera batalla, con daños mínimos para los contendientes salvo la explosión accidental de un buque holandés. La dirección de la batalla por parte de Oquendo —cuya principal virtud militar parece haber sido el coraje personal— fue extremadamente confusa, al parecer obsesionado por abordar personalmente la nave capitana enemiga, desperdiciando su superioridad numérica. Tras esta primera batalla, Oquendo optó por internarse en aguas neutrales inglesas, fondeando su flota en los Downs (las Dunas) entre Dover y el estuario del Támesis, mientras que sus enemigos fondeaban en Calais.

En aquel momento histórico, Francia estaba aliada con los neerlandeses, mientras que la Inglaterra del infortunado Carlos I Estuardo observaba una neutralidad benévola hacia España. Ello permitió a Oquendo cumplir quizás la parte más importante de su misión, ya que buena parte de los soldados y del tesoro que transportaba pudo ser enviado a las tropas de Flandes con sus fragatas y pequeñas embarcaciones inglesas fletadas al efecto y a través del puerto de Dunquerque, mientras que el grueso de su flota permanecía bloqueada en los Downs por un Marteen Tromp que iba recibiendo progresivamente más y más refuerzos, llegando a reunir 95 barcos y 12 brulotes.

Finalmente, el 21 de octubre, ante la inacción de Oquendo, Tromp se decidió a violar las aguas neutrales inglesas, enviando sus brulotes contra la flota hispánica (como hiciera Howard medio siglo antes contra la Armada Invencible fondeada en Calais). Las naves de Oquendo se vieron totalmente desorganizadas, 12 de ellas encallando en la costa deliberadamente y siendo saqueadas a continuación por el populacho inglés de las inmediaciones. Otras 38 consiguieron salir a mar abierto y, en el combate subsiguiente, la capitana portuguesa Santa Teresa fue incendiada por los brulotes, pereciendo su comandante Lope de Hoces. Nueve naves españolas o portuguesas fueron capturadas y tres se perdieron en las costas de Flandes o Francia. Oquendo logró refugiarse en Dunquerque con los restos de su flota, incluida la nave capitana Santiago.

Esta batalla marca el inicio de la hegemonía holandesa en las aguas de la Mancha y el mar del Norte, que se mantendrá durante varios decenios hasta pasar el testigo a los ingleses. El almirante Tromp regresó a puerto como un héroe y fue premiado por los Estados Generales con 10.000 florines.

Oquendo, por su parte, regresó a España con graves heridas físicas y anímicas, así como fuertemente cuestionado, falleciendo unos meses más tarde en La Coruña. Tiempo después, un hijo bastardo suyo, Miguel Antonio de Oquendo, escribió un memorial reivindicando la actuación de su padre en la batalla de las Dunas y su éxito en lograr llevar buena parte de las tropas y dinero a Flandes.

                                                                                                             Capt. JOAN CORTADA